15.1.10
15.8.09
28.7.09
POÉSIE ERÓTIQUE: ALEJANDRA ZARHI GARCIA BIOGRAFIA
POÉSIE ERÓTIQUE: ALEJANDRA ZARHI GARCIA BIOGRAFIA
http://metroflog.com/misangeles
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alejandra zarhi
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7/28/2009 02:36:00 p. m.
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POÉSIE ERÓTIQUE: ALEJANDRA ZARHI GARCIA BIOGRAFIA
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27.7.09
Mispoetascontemporaneos: Poema de Alejandra Zarhi
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alejandra zarhi
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7/27/2009 08:09:00 p. m.
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ESTOY RECIBIENDO LOS TRABAJOS DE LOS INTERESADOS EN PUBLICAR EN LA PRÓXIMA COMPILACIÓN DE LA REVISTA INTERNACIONAL CULTURAL IMAGENES DE OCÉANOS.
LOS INTERESADOS DEBEN ESCRIBIRME A ESTE CORREO alejandrazarhi@gmail.com
Y SI DESEAN PARTICIPAR EN EL CONCURSO DE ESTE AÑO, EN ESE CORREO PUEDEN PEDIRME LAS BASES.
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alejandra zarhi
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7/27/2009 07:48:00 p. m.
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18.7.09
Descubrimiento
Un pardo oscuro, borroso, marcaba las grietas,
definiendo caminos, curvas, líneas, montañas...
para formar un mapa de intersecciones simples,
abundantes y claras...
Miraba embelesado las huellas en sus manos.
Eran como los cortes de filosa navaja
y llenaban sus palmas casi hasta las muñecas...
Las hondas cicatrices de un arduo trabajo
eran pequeños brotes de recrecida piel
que surgía al descuido, apostando a mañana:
más clara y más leve.
Redescubrió castillos que construyó en el aire,
y en el centro de un bosque, cantaba una princesa
tarareaba muy quedo
despertando ángeles y venciendo demonios.
Vió mecerse las velas de un gran barco pirata,
reconoció los ruidos de las hambrientas aves,
y un acantilado donde a golpe de agua
se morían las olas.
Escondidas al fondo, muchas noches secretas
donde el llanto era el velo de la desesperanza,
y la almohada la amiga que tenía más cercana.
Miraba embelesado las huellas en sus manos,
abundantes y leves
casi hasta las muñecas.
©Rufina
6 de julio del 2009,
Elizabeth, NJ
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Rufina
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7/18/2009 11:45:00 a. m.
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2.7.09
La noche boca arriba - Julio Cortázar
La noche boca arriba - Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines
hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que
la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...".
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena
suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha,
quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación
del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente
del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces
sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado
corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que
las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en
el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los
guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el
aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de
la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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Rufina
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7/02/2009 11:23:00 a. m.
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30.6.09
Perdemos
Perdemos
Perdemos nuestros tesoros
por la más crasa ignorancia arraigada en las venas,
siglos de cruenta pobreza,
llanto de sangre el tintero...
¡parto sobre las piedras!
¿Cómo celebra la vida
quien provoca nuestra muerte?
Los depredadores riegan sobras
de su carroña disfrazada de manjares,
y comemos de sus platos el horror,
hábito eterno... finalmente innecesario,
afianzado por los años.
¡Ah! ¡Desolación y miedo!
Intenta anular conciencias con la más vieja mentira:
"Habla más alto, denuncia:
Así, ¡morirás primero!".
Pero rebosa el tintero y su luz plena
proyecta donde el amor nunca alcanza.
El parto de llanto y sangre
encuentra en la piedra hendija,
y se lanza a la conquista de espacios
libres de engaños, de mentiras repetidas,
de carroña y falsa ciencia.
¡Ah! ¡Desolación y miedo!
Sólo sirves al tirano para abalar los engaños.
Siempre te tiene en su fuero
quien contando con recuerdos
no sabe mirar futuros...
¡Ni a construirlos avanza!
©Rufina
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Rufina
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6/30/2009 01:09:00 p. m.
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25.6.09
Irreverancia
Queman los discursos Nazis.
Los gendarmes no entienden
los gritos de las gentes,
las tablas de Moisés,
y la duda de Descartes
que son resistencia
en los dientes de Gandhi
y en la espada de Mordehai Anilevich…
¡Carajo!
Los gendarmes no entienden
“La Marsellesa”
ni “La Internacional”
ni “Los Santos marchando”
en los campos de algodón…
Tu pelo enardecido
con la luz de la ciencia
y la mímica sin paciencia
que fueron música
en la letra de Goethe,
cayeron con tu cuerpo
en abanico negro
¡Carajo!
eternamente.
Ahora el extracto de tu vida
se trepa por las escaleras
y se mimetiza en gente,
¡Carajo!
¡Apasionadamente!
.
.
Mi profe querido, a raíz del impacto que produjo en mí este maravilloso y excelente poema, humildemente envío mi reacción al mismo. Espero que igualmente llegue a algún lugar.
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Rufina
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6/25/2009 03:55:00 p. m.
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24.6.09
Mispoetascontemporaneos: Poema de Alejandra Zarhi
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alejandra zarhi
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6/24/2009 07:07:00 p. m.
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10.6.09
Hay una voz
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Rufina
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6/10/2009 12:22:00 a. m.
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Allí estás

Allí estás.
Imponente, posas contra el claroscuro,
variables contornos, sensual, llamativo.
Proyectas tu fuerza de eterna victoria
contra la embestida de los elementos.
Música-Universo que produce el viento
sobre una cabeza llena de memorias.
Refugio, albacea, cuna de mil sueños.
Confidente fiel de ajenos secretos,
descanso, consuelo, partero, alimento.
Guarda vitalicio de ocultos romances
y sangrientas guerras, ríes con los logros,
cuentas las historias, lloras los fracasos...
El cántico añal de tus protegidos
mueve de tu fibra hasta los cimientos.
Allí estás.
Firme ante el ataque de los inconscientes,
cada cicatriz tiene alguna historia,
cada nueva capa desde dentro empuja
las viejas cubiertas llenas de misterios.
Tácito y silente tu estancia reafirmas
ante el desfío de violenta muerte.
Tan quieto y confiado, que tus habitantes
ni siquiera tienen un leve presagio.
Allí estás.
Contra el claroscuro.
¡Inmóvil y victorioso!
©Rufina
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Rufina
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6/10/2009 12:15:00 a. m.
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27.5.09
Sentido Contrario
-como el pecado-
Se adhiere a los trazos de viento
intentando encontrar hondas perdidas
en una inmensidad de irrealizables sueños.
En las mañanas, antes del sol,
el cansado parpadear de vigilantes ojos
cuenta historias recientes donde, abandonado,
el amor se desliza lejos, en sentido contrario
¡y duele!
Los ojos aprenden a escuchar
cuando el vacío de la distancia se torna insalvable
y mi luz se expande
al encuentro de una esperanza
que prometa matar los demonios
dentro de sus escondrijos...
¡O rendirles culto!
Así, como el pecado, en medio de sombras
se piensa imposible curar las heridas,
retomar el camino, luchar por las metas.
Sólo hasta que el viento retorna revitalizado
y antes del sol,
remueve imposibles reparando daños.
Entonces mi luz se lanza
hasta donde hace poco brotaban los frutos,
se hacen inmensas las desnudas verdades
y el amor... ¡Pide a gritos lo innombrable!
Todo lo que no sé continúa oculto,
antes del sol, en hondas perdidas, trazos de viento...
Ojos cansados
en sentido contrario.
©Rufina
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Rufina
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5/27/2009 01:39:00 p. m.
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19.5.09
Ikarus News: MARIA EUGENIA CASEIRO-Poeta Cubana
los angeles de imagenes Ikarus News: MARIA EUGENIA CASEIRO-Poeta Cubana
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alejandra zarhi
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5/19/2009 09:01:00 p. m.
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15.3.09
El cuento de nunca acabar
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Rufina
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3/15/2009 02:07:00 p. m.
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Labels: El cuento de nunca acabar
5.3.09
Sorpresa
con un golpe de hielo
en el rostro desnudo,
el ardor en los ojos
vaticinando iras,
y los labios resecos
clamando por un beso.
No hubo tiempo al escape
cuando entre malas yerbas
agonizaron solos
incipientes capullos.
Marzo llegó de pronto
buscando un acomodo
y sin ser bienvenido,
a intentar -nuevamente-
encontrar entre muertos
una raíz que en tierra
haya sobrevivido
la rabia de los siglos,
dispuesta a los rencuentros,
a un nuevo horizonte...
¡Recobrar lo perdido!
©Rufina
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Rufina
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3/05/2009 08:32:00 a. m.
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27.2.09
No quiero
escuchar las quejas
que ya nadie atiende.
No estaré,
cuando llegue a mi puerta
anunciando su duelo
la negra mariposa
que se libera pronta
a acompañar desgracias.
Ni siquiera los cirios
con su luz mortesina,
ni una flor, ni una pena,
una lágrima, un grito...
harán brotar del cielo
el necesario alivio.
No existen oraciones
que no hayan sido dichas,
ni ha quedado mortaja
sin haber sido usada.
Hoy no quiero
el falso compromiso
de una comitiva
que ante toda tragedia
no ha sido solidaria
compartiendo lo poco
que para otro es mucho,
curando el dolor del hambre,
cubriendo cuerpos desnudos,
entregando refugio
a quienes no eligieron
ser las víctimas tristes
del terror y la insidia
que acarrea desconsuelo.
No quiero
ser parte del engaño
que empuja a la contienda,
añadirme a la queja,
tener siempre respuestas
para lo que no escucho...
©Rufina
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Rufina
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2/27/2009 05:55:00 p. m.
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25.2.09
El otro lado
La tarde se parece al sol
y un resplandor de luna
se figura en la lluvia,
yo soy
el que ha tardado demasiado.
Duendes paralíticos,
sueñan la libertad.
Qué existe del otro lado del otoño,
qué angustia sin claveles
se me queda en la manos.
Escalinatas de fantasmas,
camino del crepúsculo,
se han quedado perdidas...
LUIS ALBERTO BATTAGLIA
OCTUBRE 2008
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Rufina
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2/25/2009 07:51:00 a. m.
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El Reloj
Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,
molestias, aún de noche su corazón no reposa. -Eclesiastés
Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.
Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.
Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.
Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.
«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.
¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.
-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.
Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.
Fin.
Pío Baroja.
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Rufina
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2/25/2009 07:46:00 a. m.
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Reflexión en el adiós a un poeta
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Rufina
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2/25/2009 07:33:00 a. m.
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23.2.09
FRANZ KAFKA, UN DESCONOCIDO ESCRITOR
Pero él, a pesar de todo, no podía dejar de escribir y escribir…
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Rufina
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2/23/2009 10:35:00 a. m.
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Tempestad de almas-Clarice LISPECTOR-Cuento
Ah, si lo hubiera sabido, no nacía, ah, si lo hubiera sabido, no nacía. La locura es vecina de la más cruel sensatez. Devoro la locura porque ella me alucina calmadamente. El anillo que tú me diste era de vidrio y se rompió y el amor no terminó, pero, en lugar de él vino el odio de los que aman. La silla es un objeto. Inútil mientras la miro. Dime, por favor, qué hora es para que yo sepa que estoy viviendo en esta hora. La creatividad es desencadenada por un germen y yo no tengo hoy ese germen, pero tengo incipiente la locura que en sí misma es creación válida. Nada más tengo que ver con la validez de las cosas. Estoy liberada o perdida. Voy a contarles un secreto: la vida es mortal. Mantenemos ese secreto en mutismos cada uno frente a sí mismo porque conviene, si no, sería volver cada instante mortal.
El objeto silla siempre me interesó. Miro esta que es antigua, comprada en un anticuario,y estilo imperio; no se podría imaginar mayosimplicidad de líneas, contrastando con el asiento de fieltro rojo. Amo los objetos en la medida en que éstos no me aman. Pero si no comprendo lo que escribo no es mi culpa. Tengo que hablar, pues hablar salva. Pero no tengo una sola palabra que decir. Las palabras ya dichas me amordazan la boca. ¿Qué es lo que una persona le dice a otra? Además del "Hola, ¿qué tal?". Si tuvieran la locura de la franqueza, ¿qué se dirían las personas, unas a otras? Y lo peor sería lo que se diría una persona a sí misma, pero sería la salvación, aunque la franqueza esté determinada por el nivel consciente y el terror de la franqueza venga de la parte que está en el vastísimo inconsciente que me liga al mundo y a la creadora inconsciencia del mundo. Hoy es día de muchas estrellas en el cielo,por lo menos así promete esta tarde triste que una palabra humana salvaría.Abro bien los ojos, y no pasa nada: sólo veo. Pero el secreto, no lo veo ni lo siento. El tocadiscos está descompuesto y vivir sin música es traicionar la condición humana que está rodeada de música. Además, la música es una abstracción del pensamiento, hablo de Bach, de Vivaldi, de Haendel. Sólo puedo escribir si estoy libre, y libre de censura, si no sucumbo. Miro la silla estilo imperio y entonces es como si Esta también me hubiera mirado y visto. El futuro es mío mientras viva. En el futuro se va a tener más tiempo de vivir y, de paso, escribir. En el futuro, se dice: si lo llego a saber, yo no habría nacido. Marli de Oliveira, yo no te escribo cartas porque sólo sé ser íntima. Además, sólo sé ser íntima en todas las circunstancias, por eso, soy muy callada.
Todo lo que nunca se hizo, ¿se hará un día? El futuro de la tecnología amenaza destruir todo lo que es humano en el hombre, pero la tectnología no alcanza a la locura,yen ella es donde lo humano del hombre se refugia. Veo las flores en el jarrón: son flores del campo, nacidas sin ser plantadas, son lindas y amarilla. Pero mi cocinera dice:¡huy¡ qué flores tan feas. Sólo porque es difícil comprender y amar lo que es espont´-aneo y franciscano. Entendder lo difícil no es mérito, pero amar lo fácil de amar es un gran paso en la escala humana. Cuántas mentiras estoy obligada a decir. Pero me gustaría no estar obligada a mentir conmigo misma. Si no, ¿qué me queda?
La verdad es el residuo final de todas las cosas, y en mi inconsciente está la verdad que es la misma del mundo. La luna está, como diría Paul Eluard, éclatante del silence. Hoy no sé si vamos a tener Luna visible, pues ya es tarde y no la veo en el cielo. Una vez miré de noche el cielo, abancándolo con la cabeza echada hacia atrás, y me quedé marcada de tantas estrellas que se ven en el campo, pues el cielo del campo es limpio. No hay lógica, si se piensa un poco en la ilogicidad perfectamente equilibrada de la naturaleza. De la naturaleza humana tambien. ¿Que sería del mundo, del cosmos, si el hombre no existiera? Si yo pudiera escribir siempre así, como estoy escribiendo ahora, estaría en plena tempestad del cerero, que es lo que significa brainstorm. ¿Quién habrá inventado la silla? Alguien con amor a sí mismo. Inventó, entonces, una mayor comodidad para su cuerpo. Después lo siglos se sucedieron y nadie más prestó realmente atención a una silla,pues usarla es casi automático. Es preciso tener valor para hacer un brainstorm: nunca se sabe lo que puede venir a asustarnos. El monstruo sagrado murió. en su lugar nació una niña que estaba sola. Bien sé que tendré que parar, no debido a la falta de palabras, sino porque estas cosas, y sobre todo las que sólo pensé y no escribí, no suelen publicarse en periódicos.
Trad. Cristina Peri Rossi, para Cuentos reunidos de Clarice LISPECTOR, edit. Siruela,2008
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Rufina
a la/s
2/23/2009 09:57:00 a. m.
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